La huida

 Lo había perdido todo. Miró las cartas con desesperación esperando un milagro pero eran lo que eran un minuto antes. Sobre la mesa estaba toda su vida: su dinero, su casa, su mujer... ¡Su mujer! ¿Cómo se había podido apostar a su mujer? Había estado tan seguro. Tan seguro de que con esa mano iba a conseguir todo lo que siempre quiso y sin embargo lo había perdido todo. ¡Era un imbécil! 


Se levantó de la mesa con la cara desencajada y las piernas temblorosas. Había bebido bastante pero no tanto como para justificar la inestabilidad de sus pasos. Salió de la taberna y cruzó la calle. No miraba por donde iba y algún cochero le lanzó alguna imprecación. Caminó dando tumbos hacia el río. Ya no le quedaba nada, ni siquiera el honor. Se acercó al puente de Triana y miró las oscuras aguas del río que lo llamaban con insistencia. Ni siquiera se veía capaz de lanzarse. ¡Era un cobarde! 

Se dejó caer sobre la calle empolvada y gruesas lágrimas corrían por su rostro. La vergüenza lo atenazaba. 

Un ruido sordo y profundo y una profusión de gritos procedentes del muelle lo sacaron de su letargo. Se asomó a ver que sucedía y vio una carreta llena de barriles que se había volcado. Al parecer había un hombre atrapado. Se acercó a echar una mano. Era un marinero y su pierna había quedado atrapada debajo de las ruedas. Con esfuerzo, entre varios, consiguieron levantar la carreta y sacar al herido. 

Su oportunidad llegó de la forma más inesperada. Hacía falta un marinero y a él le hacía falta un medio de huida. No lo dudó. 

Al llegar al mar sintió que comenzaba una nueva vida, que tenía una nueva identidad, una segunda oportunidad


Breve historia de la tía Pepita

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