EL INICIO
Viajar es algo inherente a la
naturaleza humana. Los primeros homínidos eran nómadas y aunque sus traslados
estaban más relacionados con la búsqueda de comida y de protección contra las
condiciones climáticas incluía siempre un componente de misterio y aventura, de
descubrir nuevas tierras y gentes, de buscar el origen de las cosas: ¿Quiénes
somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? Pero viajar también es dejarse llevar
por lo desconocido, adentrase en el corazón de la selva y enfrentarse con uno
mismo. Hoy en día los seres humanos seguimos distinguiéndonos entre aquellos
que son nómadas y aquellos que son sedentarios. Cuando nos casamos mi marido y
yo pertenecíamos al primer grupo. Hoy, me gustaría pensar, estamos más en el
segundo.
El día que me dijeron que tenía
que hacer las maletas e irme a Chile entré en pánico. Me negué. Pataleé. Lloré.
No sirvió de nada. A los quince días estaba subida a un avión con destino a
Santiago. Tenía veinticinco años. Ese día, aunque entonces no lo sabía, no solo
dejaba mi casa, sino que también abandonaba mi infancia. Dejaba el mundo
protegido de mis padres y mi familia para iniciar mi particular viaje por el mundo
de la mano de un mexicano que conocería en esa primera parada.
En el siglo IV d.C. una
mujer de origen hispano emprendía un largo viaje recorriendo los lugares
sagrados que aparecían en la Biblia. Fue una mujer culta que dejó testimonio de
sus vivencias en un libro de viajes, Itinerarium ad Loca Sancta, muy anterior al
de Marco Polo publicado en el siglo XII. Esa mujer se llamó Egeria y hoy, yo, me apropio de ese nombre y de ese legado.
Egeria
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