Colombia

Llegué a Bogotá en octubre de 1999. Por aquel entonces las noticias que llegaban a España sobre Colombia eran muy malas: las FARC tenían todo el país secuestrado y era un lugar muy peligroso donde vivir. A pesar de eso yo llegaba con toda la ilusión de conocer un país nuevo del que tanto había oído hablar. 

Bogotá era una ciudad enorme y llena de contrastes que corría de norte a sur en paralelo a las montañas. Dividida en una cuadrícula: las carreras eran paralelas a las montañas y las calles perpendiculares. Las calles y carreras están numeradas de forma que toda la ciudad es como un enorme GPS. El centro está en la carrera 1, calle 1 y de ahí hacia el norte estaba toda la zona que yo transitaba, hacia el sur entrabas en lo que entonces se conocía como la tierra de nadie. Era muy fácil encontrar una dirección y ubicarse, bastaba con mirar hacia arriba y localizar las montañas.  

Como turista había muchas cosas que ver: el barrio de la Candelaria en el centro en el que se puede visitar la plaza de Bolívar, el museo de Botero o el museo del oro; subir al cerro de Montserrate en funicular o teleférico (no recomiendo subirlo a pie), darte un paseo por el parque de la 93 o por Usaquén y visitar su mercado de pulgas. Y si sales de la ciudad tienes relativamente cerca la Catedral de Sal en Zipaquirá, la laguna de Guatavita en donde nace la leyenda de El Dorado o Villa de Leyva un increíble pueblo colonial. 

Pero sobre todo Colombia era su gente. Un pueblo amable, trabajador y generoso que acogía al extranjero con los brazos abiertos. 


Un lugar peligroso

Un pueblo amable

La ley zanahoria

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